viernes, 19 de marzo de 2010

Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales.

Miguel Delibes

martes, 9 de marzo de 2010

La Transformación (Homenaje a Kafka)

Todos los días eran iguales. Todas las mañanas veía lo mismo. Siempre me levantaba a las siete y partía al campo a realizar un trabajo que no me aportaba más que dolor de espalda y de brazos. Mi cuerpo se doblaba cada vez más hacia la tierra, y mi mirada no era capaz de despegarse del suelo. Me estaba consumiendo.

La oscuridad con que la noche me mecía en mis sueños se abrazaba a mi pecho y a mis ojos. Todo lo veía triste y tristeza era lo único que mi alma albergaba… y así dejé pasar los días, días que pasaron sin ser nada. Y poco a poco me hice pequeño, poco a poco fui muriendo.

Una mañana cuando me desperté, descubrí con horror que no podía reconocer mi cuerpo. Unas alargadas y peludas orejas habían sustituido a las mías, antes diminutas y con forma de coliflor. Mi rostro se mostraba como alargado y mi nariz había encogido hasta unirse a mi labio superior, de modo que se podría decir… me había crecido un hocico. Rápidamente salté de mi cama, y con estrépito caí al suelo. Era incapaz de mantenerme en pie. Entonces observé con mayor sorpresa que no tenía pies, si no pezuñas. Mis pies se habían retorcido de una forma inimaginable, como se retuerce una bayeta cuando quieres escurrirla, y mis dedos apretados entre ellos casi se habían fundido por completo. Como punto de apoyo sólo tenía la punta del pulgar, que había desarrollado una callosidad alrededor de la uña. No conseguía apartar la mirada de mis pies. Mis manos en cambio me parecían normales, quizás algo más ásperas que de costumbre. Intenté llegar hasta la puerta de mi dormitorio, pero no conseguía ponerme de rodillas… y empecé a arrastrarme. Entonces me percaté de hasta qué punto había cambiado mi cuerpo. Lo que en principio me parecía normal no lo era, mi cuerpo no me obedecía y rápidamente me encontré tambaleándome sobre cuatro pezuñas, como un cervatillo que acabase de ver la luz por vez primera.

Mi cuerpo estaba cubierto de un liso pelo gris brillante, a mi mente vinieron las primeras líneas que Juan Ramón Jiménez escribiera en su libro. Pero yo no era pequeño, ni suave. Y me dolían todos los huesos. Una gran pesadez inundó mi cuerpo, a un tiempo una grave pregunta ocupó mi mente: ¿Cómo podría abandonar mi dormitorio?

La puerta cerrada hacía de mi cuarto una auténtica jaula para mí. Tenía hambre, sed, y miedo. El pánico se apoderaba de mí y empecé a cocear todo lo que encontraba. Mesilla, aparador, catre. Todo quedó marcado desde entonces por ese repentino pavor que me inundó. Ese pavor que en su momento me hizo destrozar mi mundo y me hizo terminar en este cuartucho, con coces que más bien fueron tropiezos.

Ante la sed que me inundaba sólo pude encontrar una botella de vino que reposaba junto a mi catre. De un golpe la hice añicos y del suelo bebí con ansía el caldo que, si bien antes me parecía dulce… nunca me supo más amargo.

Horas pasé coceando la puerta, pero no logré abrirla. Sin nada que beber ni comer sólo podría encontrar un final a esta historia. Devoré el relleno de lana de mi catre, mantas y ropa del armario. Pero en esa cuadra improvisada en que convertí mi cuarto, lejos de hallar plácido descanso sólo me acompañó mi muerte.

Así cómo un pobre asno siervo de Dionisos y a la vez su esclavo. Me fui sintiendo débil y a la vez cansado. Hasta que una borrachera de fatiga me condujo de nuevo a la libertad del campo.