Un estrepitoso jaleo me hizo salir de mi sueño. Mientras me incorporaba en mi camastro Andrea irrumpió en el estudio, jadeante y con una expresión de terror que me dejó desconcertado. No tardé en comprender lo que pasaba.
Rápidamente me lancé en dirección a la puerta. Tarde. La primera piedra se coló por la ventana con tan mala fortuna, que me golpeó en la cabeza dejándome aturdido el tiempo suficiente para convertirme en simple espectador de la macabra comedia que me rodeaba.
El terror me ató de pies y manos cuando el crujir de la puerta se trasformó en un golpe seco. Seca mi garganta, no fui capaz ni de soltar un grito ahogado.
Andrea estaba junto a la chimenea, donde había lanzado al fuego todo lo que había encontrado en mi escritorio. El olor a pelo y carne quemada lo ocupaba todo.
Supongo que su rostro no era más que un reflejo del mío… Sus ojos parecían a punto de saltar de sus cuencas y su tez se mostraba tan pálida como si el mismísimo Can-Cerbero se hubiera mostrado ante ella. Su aspecto famélico siempre había contrastado con su vitalidad, pero al paralizarle el horror casi parecía un cadáver.
El descabezado monstruo irrumpió en la habitación en forma de muchedumbre de mil ojos, sus crines de fuego viciaron el ambiente mientras arrasaba con todo. Un súbito empujón me lanzó contra unos brazos que retorcieron los míos mientras los ataban a mi espalda. Vi con gran desazón cómo golpeaban a Andrea y la sacaban a la calle tirando de su melena rubia. No sé si fue el humo de esas antorchas, el calor que empapaba mi ropa o la sangre que lloraba mi frente, pero perdí el sentido cuando el monstruo bramó contra mí su veredicto carente de juicio: -¡¡Hereje!!